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martes, noviembre 01, 2005

De como llegué al norte grande (Crónica Nº 17)

Últimamente Eduarda va de malas por mis intentos constantes de insurrección y por la insolencia de mi música, dice que soy un perro mal agradecido y para hacerme entrar en razón ha disminuido notoriamente mis raciones de alimento, de hecho ya todos los pantalones se me caen, estoy flaco como nunca y ni siquiera es capaz de comprarme un cinturón barato en la feria. Según ella no me lo compra por miedo a que pueda utilizarlo para atentar contra mi vida, por el mismo cuidado últimamente me hace comer con plato, vaso y cubiertos de plástico, encima me tengo que lavar los dientes con el dedo, ya no lo soporto.

Cuando era libre solía caminar por la orilla de la acera y así mirar las aureolas plateadas que brillan en el oscuro asfalto de las calles, quizás nadie más le preste atención a esos sutiles fósiles urbanos, recuerdo que a lo largo Vicuña Mackena y en la Alameda estaba lleno. En realidad no sé que serán esas marcas, pero me imagino que se forman por tapitas metálicas de gaseosa atropelladas una y mil veces, de esas tapas cuando las botellas eran de vidrio y no se podían destapar con la mano. Mirarlas siempre me produjo una amable nostalgia, tan redonditas como fichas de pulpería, su abundancia me transportaba a mi niñez en el norte, específicamente en la oficina salitrera Humberstone, aunque ahí no había fichas para que sepan los ignorantes, habían vales.

En 1948 yo era un niño indefenso que vivía en Cahuil, un pequeño pueblito en la costa de la sexta región. Habitábamos una humilde casa de pescador con mi madre y su conviviente, Don Manuel, un buen hombre que, es importante aclarar, nunca intentó tocarme los genitales. Aquel hombre durante el verano vivía de la cosecha de la sal y el resto de la temporada de la recolección de un extraño tipo de molusco muy apetecido por los japoneses que le atribuían propiedades afrodisíacas, lo malo es que como estos chinos son todos impotentes extinguieron completamente la especie. Como era de esperar este hecho produjo una importante crisis económica en mi familia que hizo que Don Manuel angustiado y cesante gastase en alcohol el dinero que mi madre había ahorrado para mi educación.

En la esquina de la casa había un bar que frecuentaban los maridos frustrados del pueblo, allí los hombres llegaban a maldecir mujeres e hijos, pero también hablaban del dinero fácil que se ganaba en el norte extrayendo el oro blanco, a veces lo nombraban flor de la pampa o caliche. Una noche de borrachera Don Manuel, después de pagar la vigésima tercera pilsen, notó que de los ahorros ya no le quedaba ni un escudo, así llegó a casa enfurecido, nos maldijo, y nos obligó a hacer las valijas para partir en busca de un futuro al árido norte grande.

Después de un viaje que duró varios días llegamos a la ciudad de Iquique y en la calle Baquedano un diaguita se nos acercó ofreciéndonos la posibilidad de ganar dinero, supuestamente había que trabajar poco y viviríamos en un lugar cómodo, un verdadero oasis en medio del desierto. Confiados partimos, caminamos mucho por la arena bajo el sol, la travesía fue ardua ya que no nos alcanzó para rentar un camello y debíamos tener cuidado de no pisar una mina, después de un par de horas al fin llegamos a la oficina, allí nos recibió gente muy risueña, nos asignaron una casita humilde y nos explicaron en que consistían las labores. Don Manuel se desempeñaría como particular extrayendo caliche y yo lo ayudaría. Gracias a que en ese entonces yo era un niño de bajo peso resulté perfecto para ayudar en las tronaduras, aquel era un trabajo de doble jornada, por el día me introducía en estrechas cavidades subterráneas para colocar dinamita y así remover el terreno, por la noche rezaba para que ésta no estallara a mitad de la faena.

Humberstone era un lugar caluroso de día donde el agua escaseaba, el frío de las noches era desgarrador, nos dijeron que momentáneamente estaríamos incómodos pero que pronto disfrutaríamos de buen dinero, cosa que incentivó a Don Manuel. Al tiempo cuando aprendimos como funcionaba la cosa por allá también nosotros disfrutamos burlándonos de los nuevos que llegaban desde todo el país saludando con sus valijas polvorientas y caritas sonrientes, sin saber que habían caído en la estafa conocida como “enganche”.

Yo, a diferencia de Don Manuel, desde un principio percibí que todo era un engaño y que aquel indio de mierda nos había recagado condenándonos a la miseria. Pero todo se paga en esta vida, al poco tiempo el muy maldito bajó notoriamente su desempeño como recolector de mano de obra y su jefe lo mandó matar por flojo. Los rumores cuentan que hace un tiempo trabajaba paralelamente como momia en el museo, además era el último diaguita y por eso siempre le ofrecían pegas y eventos …(Continuará).

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1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

HOLA DON JUAN SOY UN EXNACI RECIENTEMENTE REABILITADO. TUS HISTORIA ME ALLUDARON A SUPERAR ESTA ETAPA OSCURA MI VIDA GRACIAS.

12:08 a. m.  

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